La última lección de Anguita…

Si en estos momentos viniese un extraterrestre a España, o sencillamente un extranjero que nada conociese de nuestra política, y viese las reacciones en medios, redes, mentideros políticos y ciudadanos ante la muerte de Julio Anguita pensaría en su liderazgo en alguna organización política de millones de seguidores.

Este nuevo observador no podría imaginar que, cuando era el líder de una organización política, apenas le votaron ni el 10% de los ciudadanos, la tercera parte de la gente que votaba a Aznar y luego a Rajoy, que ese al que ahora aplauden su coherencia en los periódicos era machacado y destrozado cada día por los medios cuando era coordinador de Izquierda Unida, calificado de iluminado por sus adversarios políticos y, no olvidemos, traicionado cada dos meses por compañeros de su propia organización.

Cualquiera que ahora tenga menos de treinta años no entenderá cómo ese político tan admirado y coherente, y con un discurso tan incontestable, tenía una influencia irrelevante en el sistema por el cuál se decide qué políticos nos gobiernan.

La unánime reacción de aplauso y reconocimiento de la clase política, mediática y la ciudadanía ante la muerte de Julio Anguita será la última lección que nos habrá dado el líder comunista: que existe algo miserable en este sistema político, o quizás en la naturaleza humana, que logra neutralizar al hombre que con su  pensamiento nos muestra la verdad, la dignidad y la necesidad de levantarnos y que en vida de poco o nada le sirve en las urnas. Hay que reconocerlo y decirlo, la decencia de Anguita genera muchas loas y brillantes obituarios, pero en este país por cada uno que le hubiera votado, cien lo habrían hecho a un prevaricador, un estafador, un ladrón o un criminal. Es lo que ha estado sucediendo desde hace cuarenta años. La sociedad española, esa que ahora le aplaude como si todos ahora fuesen seguidores de sus principios, lleva muchos años matando a Anguita con nuestra hipocresía, nuestra insolidaridad, nuestro nihilismo, nuestra frivolidad y nuestro conformismo. Ojalá nos despertara tanta sensación de vergüenza propia como admiración.

Fuente: www.eldiario.es

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Un yogur para cenar…

Conocí a Sandra en 2012 en un edificio de viviendas que fue ocupado por familias desahuciadas en Sevilla capital y que se convirtió en un símbolo internacional de la maldad ideológica del poder financiero. Entre cita informativa y cita informativa, yo me fijaba en una mujer de menos de 30 años que cargaba con tres niños y ninguno superaba los 10 años.

Sandra no era de las más echadas para adelante. Siempre se mantenía en un segundo plano, como preguntándose qué hacía allí una mujer como ella. Acompañada de sus hijos y su marido, tan joven como ella, esquivaba la mirada cuando nos cruzábamos en aquel ir y venir de gente que se convirtió aquel edificio ocupado en defensa del derecho a la vivienda.

Un día, en la fuente donde iba a llenar las garrafas de agua, pudimos hablar un poco más, dentro de los límites de su timidez. En 2010, dos años atrás, su marido llegó a casa con la carta de despido del taller donde trabajaba. A ella, año y medio más tarde, le hicieron lo mismo en la empresa donde limpiaba bloques, escaleras y oficinas.

De pronto, dejaron de entrar ingresos en la casa y se hizo imposible pagar la hipoteca y el resto de recibos. “Llegó un día que tuve que decidir si darle de comer a mis niños o pagar la hipoteca”, me confesó en la fuente una calurosa tarde de septiembre de 2012.

El miedo a que la policía llegara al piso a desahuciarlos hizo que abandonaran la noche antes de la cita del juez para la ejecución hipotecaria. Llamaron a un amigo con una furgoneta y en dos horas recogieron cinco vidas, una historia de amor y el sueño frustrado de criar a sus tres hijos en armonía.

Sandra se fue con los niños a casa de su madre y su marido se marchó solo con su familia, con la idea de buscar una solución que permitiera reagrupar a los cinco nuevamente. Sandra, que por aquellas tendría 30 años, tenía surcos en la cara propios de una señora de 60. Dicen los médicos que nada envejece más que la pobreza y Sandra estaba marcada por el dolor social de una crisis que se había cebado con ella.

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Aplausos…

He vivido con alegría las oleadas de aplausos en los balcones al personal sanitario que más tarde se ha extendido a las cajeras de supermercados, transportistas, auxiliares de ayuda a domicilio y limpiadoras. A pesar de que me parece que ese aplauso nos engrandece como sociedad, porque nos abraza y es la victoria del nosotros frente al yo en tiempos de individualismo neoliberal. Nos querían solos y nos tienen aplaudiendo a nuestros servicios públicos en los balcones. Poético es, qué duda cabe.

Me parece una trampa en la que caemos recurrentemente que, cada vez que un colectivo es víctima de injusticia, la sociedad lo convierte en héroe. Es el truco neoliberal, la ideología que ha arruinado y privatizado nuestros sistemas públicos de salud, para ocultar la desigualdad y llenarnos los ojos de lágrimas con las que no nos dejan razonar.

Detrás de esta mística emocional del capitalismo, que es capaz de convertir en emoción que unos abuelos se tiren tres noches haciendo cola en la puerta de un colegio público para matricular a su nieto, en lugar de denunciar la falta de plazas ofertadas o el privilegio de la educación privada frente a la pública por parte de los gobiernos sujetos al dogma neoliberal.

Impensable sería hace 30 años que estuviéramos hablando de que una médica o un enfermero fueran trabajadores precarios, el eufemismo con el que en la posmodernidad nos hemos dado para llamar a los nuevos pobres generados por esta fase salvaje del capitalismo.

Entre aplauso y aplauso a los sanitarios, cajeras o limpiadoras, poco o nada se ha publicado de sus condiciones de vida, de los contratos de días que van emparedando o de los sueldos de mierda que cobran todos los trabajadores que, de precarios que son, no tienen derecho ni a hacer cuarentena porque son la base fundamental sobre la que se sostiene nuestra vida, aunque el sistema se lo paga con relegarlos a la cola de importancia social.

No he visto ni un solo cartel en redes sociales que pida la subida del sueldo de las enfermeras, médicos, limpiadoras o cajeras de supermercados; no he visto un solo cartel, ni una sola noticia, que explique cómo tiene la espalda y las manos una cajera de supermercado con 45 años después de toda una vida de movimientos repetitivos; nada se ha dicho de que muchas de las auxiliares de ayuda a domicilio, a las que les pagan 4 y 5 euros la hora por cuidar ancianos y personas dependientes, tienen salarios por debajo de los 600 euros al mes, contratos de 25 horas semanales y con jornadas partidas de mañana y tarde.

Espero veros en las calles a todos los que aplaudís ahora, a todos los que pintáis arco iris en las ventanas y gritáis viva España. Espero veros a todos lo que hacéis de policía desde vuestro balcón cuando pasa alguien por la calle. Espero que la exaltación con la que salís a corear a los que se están dejando la vida por nosotros, se convierta en concienciación que nos haga movilizarnos de una vez por nuestros derechos y los de todos.

Porque sois muchos ahora los que hacéis ruido desde vuestro balcón, muchos más de los que he visto nunca en cualquier manifestación para que no arrasaran con nuestros derechos y muchos más de los que jamás han secundado una huelga general en nuestro país para reivindicar no solo pan, sino también dignidad. ¿Dónde estabais entonces cuando tanto os necesitamos? ¿Pasaréis de la arenga y el fervor a la acción y la lucha? Porque está bien animarse, lo hacen todos los jugadores de cualquier deporte o los militares, antes de pasar a la acción. Pero saben que luego viene la acción, que el grito, la palmada al compañero y el enaltecimiento por sí solos no sirven para nada.

Cuando todo esto acabe habrá fiesta, jolgorio y alegría, pero también nos quedará por delante mucha lucha. Lucha por reconquistar los derechos que nos quitaron y por hacer, entre todos, una sociedad mucho más justa en la que el centro seamos las personas, no los beneficios de las empresas para las que somos tan solo un número en su balance de cuentas. Espero veros en las calles entonces, porque con los aplausos no basta.

Fuentes: