La rúbrica del desahucio…
Comienza un día normal. Sobre mi mesa, veinte expedientes. Veinte familias a las que voy a aprobar que se arroje de su casa para que ésta aumente el stock inmobiliario del banco.
Naturalmente, yo no puedo echarlas con mi sola firma. Ni siquiera puedo tomar la decisión de manera autónoma. Si así fuera, qué se creen, tengo mi corazón, preferiría hacer cualquier otra cosa antes que poner el visto bueno al desahucio. Un visto bueno que significa, en sentido estricto, la autorización para que los abogados del banco emprendan la acción judicial conducente al lanzamiento de la familia afectada.
Pero no me engaño: sé cómo funciona la ley hipotecaria, sé que la gente de cuyas casas se trata es insolvente y que no podrá paralizar la acción; entiendo y asumo, por tanto, que con mi firma, aunque sea tras algunos pasos intermedios, estoy poniendo los muebles de estas veinte familias en la calle. Insisto, y quede claro: no lo hago por mi gusto. Tengo jefes, instrucciones, objetivos. Tengo mi propia familia, y mi propia hipoteca. Si dejara de hacer esto que hago todos los días, y con un poco de mala suerte, bien podría terminar siendo yo el que, gracias a la firma de otro como yo que no tuvo tantos remilgos, me veo con los míos a la intemperie.
Dirán ustedes que menudo dilema moral. Dirán algunos que menudo canalla que soy, salvándome a costa de ser cómplice en el hundimiento de mis semejantes. Otros, no espero que muchos, acaso me comprendan. Y si les soy sincero, yo mismo no sé muy bien a cuál de los dos grupos pertenezco. Va por días, y tiene que ver con lo que traen los periódicos, con el humor de mis hijos, con lo bien o mal que haya podido dormir.
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