– Me temo que esta es la situación de las arcas, monseñor.
– ¿Me estás diciendo Hugues que debo defender el Santo Sepulcro con apenas unos talentos para 300 caballeros?
– Me temo que es así, monseñor. Estamos aislados en Jerusalén. Las 2000 almas cristianas bajo vuestra protección apenas generan ingresos. El acceso a la costa es demasiado aventurado y…
– Suficiente. Lo he entendido.
De Monfort iba a añadir algo más pero se contuvo a tiempo. La cara del duque de la Baja Lorena no invitaba precisamente a desobedecerle. Tras los años de viaje y luchas para recuperar los Santos Lugares los habitantes de Jerusalén, cristianos o no, reconocían a distancia la cara de mal humor del Defensor del Santo Sepulcro, encarnación misma de la ira del Altísimo y, como tal, temida.
Godefroy de Bouillon paseaba arriba y abajo la estancia ante la atenta mirada de reojo de de Monfort. Finalmente, en un suspiro apenas audible, musitó:
– Dios sabe que no vivimos con lujos precisamente, pero hágase Su voluntad que Él proveerá. ¿Qué propones, Hughes?
De Monfort esperaba esa pregunta y tenía preparada su respuesta:
– Monseñor, las pagas de los caballeros pueden ser partidas, de tal manera que cobren sólo una décima parte aquí y las otras nueve sean pagables de vuelta a casa. Vuestras propiedades ya están hipotecadas con mercaderes judíos de Luxemburgo y Flandes y los judíos locales actúan de corresponsales de ellos. Os cobrarían un interés, pero calculo que os permitirían refinanciar esta partida un año más.
– ¡Realmente los caminos del Señor son inescrutables!¡Que los que hicieron que lo crucificaran paguen ahora por su traición!
– Realmente pagáis vos, monseñor…
De Bouillon estaba tan ocupado respirando con alivio que no oyó, o no quiso oír, a su consejero. Hughes de Monfort, prosiguió con voz algo más audible.
– Después está el asunto de los gastos corrientes…
– ¿Por qué te paras? ¡Continúa!
De Monfort tragaba saliva. Llegaba al punto más sensible para de Bouillon, a su orgullo, a lo que él llamaba la “misericordia del Señor retornada”.
De Bouillon había mandado construir el hospital de San Pedro a las afueras de Jerusalén, al otro lado del Cedrón, en el mismo lugar donde se había atendido a los heridos durante el asedio de la ciudad. Después había tomado a su cargo el hospital de peregrinos de San Juan cerca de la vía Dolorosa, con la idea de atender a los habitantes de la ciudad. Quería simbolizar con estas acciones la misericordia universal del Señor, que había mandado tratar a cristianos y no cristianos por igual, y empleaba para ello a todos los médicos disponibles, incluyendo tanto judíos como musulmanes, bajo la dirección de los Caballeros Hospitalarios, una autoproclamada Orden de San Juan de Jerusalén que mandaba Gérard de Martigues.
De Bouillon, que había torturado a de Martigues tras la caída de la ciudad por sospechar que colaboraba con el enemigo, ahora le profesaba si no afecto, si un gran respeto por su piedad, su capacidad organizativa y su inteligencia. Por eso mismo, de Monfort encontraba la situación especialmente espinosa. Cualquier propuesta que hiciese que pudiese afectar a los Caballeros de San Juan, Gérard de Martigues podía ingeniárselas para volverla en su contra. Por ello había preparado concienzudamente sus argumentos.
– Monseñor, Dios sabe que no podemos vivir más austeramente de lo que ya lo hacemos. Por ello sólo nos queda cerrar uno de los hospitales que monseñor tan generosamente sostiene…
La mirada de Godefroy de Bouillon habría petrificado a otro que no hubiera sido Hughes de Monfort, que prosiguió con los ojos clavados en el suelo.
– He mirado los números. El Hospital de San Juan ha atendido a 2100 personas en el último año, de las que han muerto 630, 30 de cada 100. El de San Pedro a 800, de las que 160 han partido de este mundo, 20 de cada 100. Hemos de cerrar San Juan y centrar nuestros escasos recursos en San Pedro. Es una pura cuestión de eficacia.
El Defensor del Santo Sepulcro se quedó mirando de hito en hito a de Monfort, en silencio. Tras un tiempo que pareció eterno, habló:
– Haré venir a de Martigues y se lo cuentas a él.
II
– Esto es, monseñor, si he entendido bien al señor de Monfort, que pretendéis cerrar San Juan simplemente porque en él han muerto 30 de cada 100 pacientes, mientras que en San Pedro lo han hecho 20 de cada 100. Y esto suponiendo, claro está, que los enfermos y heridos fuesen equivalentes.
– Así es, de Martigues, no tenemos dinero para más.
– ¿Y si yo encontrase la forma de mostraros que la decisión no es tan evidente? ¿Acaso no sería ello una muestra del poder de nuestro Señor que, usando vuestros mismo números, yo os demostrase lo contrario?
– ¡Eso no es posible! – gritó de Monfort
– Lo es, mi señor de Monfort. Si monseñor me lo autoriza llamaré a Edward que está abajo con los caballos, el sabrá explicároslo.
– ¿Edward?¿El hijo de Simme, el herrero britano?
– Ese mismo, monseñor.
– Bien, dile que suba. ¡Será divertido!
Mientras de Martigues salía a buscar a Edward, de Monfort repasaba una y otra vez sus números y listados, sabiéndose observado por de Bouillon, que disfrutaba encontrando la forma de devolverle algo de la altanería intelectual con la que de Monfort le trataba. Eso y el placer de encontrar una excusa para no cerrar ninguno de los hospitales.
– Monseñor, con vuestro permiso, aquí está Edward Simmeson
– Pasa, pasa, no tengas miedo. Y dime Edward, ¿dónde aprendiste de números? Sin duda no sería con tu padre herrando caballos.
– No, monseñor. Un eremita que vivía en un parque cercano a la aldea de Blechelegh (el lo pronunció “bletchli”) me enseñó a leer, escribir y lo poco que sé de números.
– Vale, vale. ¿Te ha explicado el señor de Martigues la cuestión?
– Sí, monseñor.
– ¿Y crees que tienes una respuesta? Mira que hay mucho en juego.
– Sí, monseñor. En los hospitales soy yo el que lleva los registros de los pacientes. He estudiado los datos y he elaborado, con la ayuda de Dios y San Juan Bautista, una interpretación de la interacción en las tablas de contingencia que me permitirá dar cumplida respuesta, y a vuestra entera satisfacción.
– ¡Loado sea Dios! ¡No entiendo nada de lo que dices! Pero explícaselo bien aquí al señor de Monfort, que es el que lleva las cuentas – remató de Bouillon con no disimulada sorna.
Edward se acercó al centro de la estancia. Por el balcón sin cortinajes se veía la iglesia del Santo Sepulcro, musitó una oración y miró a su maestre. De Martigues asintió imperceptiblemente, invitándole a hablar confiadamente.
– Señor de Monfort, considerad un momento que en los dos hospitales de Jerusalén tratamos tanto a hombres de armas como a civiles. Pues bien, en el de San Juan atendimos a 2100 personas, 600 habitantes de la comarca y 1500 guerreros. De ellos, 60 civiles murieron, esto es, 10 de cada 100; y 570 milites o, lo que es lo mismo, 38 de cada 100.
– ¡Lo que yo decía! ¡Una barbaridad!
– Permitidme continuar, señor. En el de San Pedro atendimos a 800 personas, 600 civiles y 200 hombres de armas. Murieron 80 paisanos, o lo que es lo mismo, algo más de 13 personas de cada 100, y 80 milites, es decir 40 de cada 100.
– Como podéis ver – interrumpió de Martigues con una sonrisa de oreja a oreja – los números cuadran con los vuestros, de Monfort, pero en San Juan mueren 10 y en San Pedro 13 de cada 100 civiles, y en cuanto a milites en San Juan 38 de cada 100 por 40 en San Pedro. En ambas categorías San Juan puede considerarse mejor hospital, si ello es concebible.
– Pero, pero…mis números…
– No farfulles, de Monfort, que me haces reír y esto es muy serio – consiguió decir de Bouillon entre carcajadas. Bueno, pues en base a estas consideraciones no puedo cerrar ningún hospital, no existe argumento para ello. Tendrás que buscar dónde recortar gastos en otra parte. Se me ocurre que podrías empezar reduciendo el número de tus sirvientes…
El Defensor del Santo Sepulcro, visiblemente satisfecho, acompañó a los dos caballeros hospitalarios a la salida de la torre-palacio en su camino a la misa vespertina.
– Este artificio con los números es demasiado bueno como para dejarlo pasar sin un nombre adecuado…
– Los hospites que la conocen la llaman la paradoja de Simmeson, monseñor.
– Me parece adecuado. Aunque es difícil de pronunciar, a partir de hoy será la paradoja de Simpson. ¡Id con Dios!
Fuente: http://zientziakultura.com