Seguro que en más de una ocasión nos hemos preguntado cómo gustar a alguien; qué nos hace atractivos a ojos de otros. La psicología social es la disciplina que nace del estudio de los pensamientos y comportamientos de las personas, fruto de su interacción con otros; es decir, la que estudia cómo respondemos a lo que otro individuo hace. Dentro de este marco, encontramos las interacciones sociales que se dan en el desarrollo de una relación entre dos personas y los fundamentos que sustentan el éxito o fracaso de ese vínculo emocional.
Un clásico: los piropos
El gustar a los demás, demostró ser una preocupación mayúscula para muchas personas cuando el libro de Dale Carnegie, Cómo ganar amigos e influir a la gente se convirtió en uno de los mayores best-seller de la historia.
Para empezar de una forma sencilla: ¿cuál es el método más comúnmente utilizado cuando queremos gustar? La amabilidad. Cuando somos agradables con alguien, estamos expresando nuestro interés y conformidad para crear un vínculo satisfactorio, independientemente de su finalidad. Con tónica general, preferimos complicidad a competición y halagos a críticas. ¿Cuál es el motivo real que nos lleva a esta predisposición de rasgos considerados socialmente como positivos? La mayor recompensa con el menor esfuerzo.
Un elogio, a efectos prácticos, es una recompensa. Cuando se nos halaga se nos está diciendo que hacemos las cosas bien, se resaltan nuestras virtudes y esto actúa como un refuerzo positivo agradable, que nos invita a seguir por ese camino. Si nos hemos preparado para ir a una fiesta elegante y se nos felicita por nuestra apariencia, se nos recompensa por el esfuerzo y esto nos incita a repetir el proceso. Por el contrario, una crítica, tendría el efecto inverso.
Paralelamente, es este el motivo por el cual solemos juntarnos a personas afines a nosotros. La afinidad entre dos individuos aumenta la probabilidad de una reafirmación conductual mutua. Si tenemos el mismo punto de vista con respecto a un tema, es más probable que se nos recompense mediante halagos por nuestra opinión, que si nuestra postura es contraria a la del otro. Este halago actúa como un gesto de conformidad, de aceptación social, nos da la sensación de que tenemos razón y que hacemos bien en actuar como lo hacemos y el efecto gratificador resultante actúa como recompensa. Es por esto que muchas veces decimos lo que no pensamos para agradar o bien callamos si sabemos que, de no hacerlo, seremos objeto de críticas.
Sin embargo, existen excepciones respecto a esto. Harold Sigall realizó varias investigaciones en los años 70 sobre los efectos de la conversión de los individuos. Cuando un individuo se encuentra firmemente convencido de sus ideales, prefiere acercarse a individuos que discrepen con su forma de pensar. La satisfacción resultante de convertir a alguien que discrepe en alguien que coincida con sus ideas, supera cualquier posible animadversión a la postura contrario del otro.
Más no es mejor
Si ponemos por base lo anterior, lo lógico sería pensar que los piropos son herramientas imprescindibles para crear lazos afectivos, pero esto puede ser un arma de doble filo. Si no hacemos un uso eficiente y nos excedemos con los halagos, podríamos obtener un efecto contraproducente.
Si somos conscientes de no merecer el halago recibido (por ejemplo, se me felicita por un trabajo que sé que es nefasto), podemos interpretarlo como una actitud paternalista, condescendiente, falsa o incluso sarcástica. Necesitamos una correlación coherente entre el halago y el motivo del mismo para no alertarnos.
De igual forma un exceso de elogios, merecidos o no, pueden darnos la sensación de que estamos siendo manipulados o de que se pretende obtener algo con ellos. Esto nos hace interpretar que todo ese refuerzo positivo con el que se nos bombardea va a conllevar algo que el emisor no nos quiere decir. Pese a que los piropos resultan gratificantes, desconfiamos de aquellos que tienen letra pequeña. Es por esto que un cumplido puntual de alguien que no suele hacerlos tiene un efecto más gratificante que lo propio de otra persona que constantemente nos lanza piropos, pues eso nos hace no valorarlos y desconfiar (típica situación en la que nos gusta una persona y solo sabemos agasajarla constantemente). Concluimos pues que es una mala praxis generalizada el buscar ser atractivo a otros mediante el uso desmedido de piropos.
Atributos personales
Sinceridad, empatía, inteligencia, belleza… Todos nos hacemos una idea general de que rasgos son deseables en los demás. Esta preferencia por determinados atributos y no otros, nace del consenso social sobre lo que es preferible en el individuo, sobre lo que es considerado bueno o malo. Y ha variado según la época y el contexto histórico. En este aspecto, es la sociedad quien marca lo deseable y por tanto, nos sentiremos más atraídos generalmente por aquellos que cumplan este perfil.
Quizás la compasión en tiempos de guerra sea una actitud del todo indeseable o quizás la honradez en una familia sin recursos, que subsiste mediante hurtos, sea algo a corregir, no a incentivar. Evidencia más clarificadora es lo que se ha considerado bello antes y lo que se considera ahora, siendo la mujer con sobrepeso más atractiva en la antigüedad y en otras culturas (como la mauritana). Esto, resultaría impensable en Occidente y prueba de ello son las tallas cada vez más escasas que distribuyen las grandes empresas textiles así como las modelos que vemos en la mayoría de las revistas.
En base a lo considerado como atributos buenos o malos, las personas mostramos cierta predisposición a asignar a nuestros amigos los buenos y a los enemigos los malos. Esta percepción subjetiva, muchas veces sin fundamento real, nos lleva a ver a nuestras amistades, parejas o familiares como mejores de lo que en realidad son. Este fenómeno se conoce como efecto halo, término acuñado por Thorndike en 1920.
Competencia
La competencia suele ser un atributo particularmente atractivo, nos gustan las personas eficientes y capaces. Sin embargo, como ocurría con los piropos, una persona excesivamente competente puede dejar de resultar atractiva para el resto. Diversos estudios demuestran que los individuos más sobresalientes de un grupo no suelen ser los más queridos por el resto de los integrantes.
El primer motivo es que una persona excesivamente competente puede darnos la impresión de ser inalcanzable. El segundo motivo y más importante es la autoestima de la persona a la hora de acercarse a este individuo tan fuera de su liga. Sentimos menos atracción por estas personas conforme nuestra autoestima es menor. Una persona increíblemente bella o inteligente, nos amedrentará con estos atributos si nos consideramos feos o tontos.
Sin embargo, si este individuo, tan aparentemente inabordable comete algún fallo en el desempeño de sus habilidades o atributos, puede ganar atractivo para nosotros. Si esa persona tan inteligente comete algún fallo o dice alguna estupidez, o esa persona tan apuesta se muestra desaliñada, nos parecerá más accesible, porque nos parece más cercano, incluso más humano. Este fenómeno se conoce en psicología como efecto pratfall.
El atractivo físico
Otro de los grandes pilares en cuanto a atracción se refiere. Pero, ¿es un factor tan condicionante como popularmente se cree? La respuesta es sí, aunque puede variar según las personas y el contexto.
Extrapolemos esto fuera de las relaciones sentimentales. Imaginemos que alguien llama a su puerta. Cuando abre, se presenta un individuo de aspecto desaliñado: ojeras, despeinado, la camisa entreabierta, con barba de varios días, etc. Ahora imaginemos todo lo contrario: una persona de buen porte, buen estado físico, ojos claros, vestimenta impecable, perfumado, etc. Si ambos personajes se ofrecieran a venderle algún producto o prestarle algún servicio, recalcando que los dos son desconocidos, ¿quién tendría más papeletas para conseguir su objetivo? Otro ejemplo quizás más clarificador sea el típico y sexista chiché de la bellísima secretaria que, pese a su incompetencia, mantiene su puesto; el tópico de la rubia tonta tan conocido por todos.
La belleza supone un filtro similar al de la amistad, atribuyendo con mayor facilidad cualidades favorables a aquellas personas que nos parecen físicamente atractivas. Por lo general, las personas apuestas nos parecen más cálidas, cercanas y divertidas. Incluso en las etapas más tempranas de nuestra vida, reaccionamos consciente o inconscientemente a la belleza. Ya los niños parecen presentar mayor afinidad por los compañeros de mayor atractivo físico, hecho comprobado en el año 1972 por Karen Dion en un estudio al respecto. Paralelamente, los adultos muestran predisposición a inculpar a los niños menos atractivos y perdonar a los más agraciados. ¿Quién se resiste a los pucheritos de una cara angelical? Esto puede resultar en una retroalimentación negativa para los niños, llegando a considerarse malos por el trato recibido y viceversa, siendo este un problema que arrastramos a la edad adulta.
La chispa
En apartados anteriores hemos aclarado, a través de diversos factores, que en definitiva lo que nos atrae de los demás son las recompensas que nos pueden ofrecer. Cuando una relación se mantiene en el tiempo y estas recompensas se vuelven sistemáticas, dejan de tener tanto poder; es decir, la rutina acaba con su poder recompensante. Esto se traduce en que una persona extraña puede ser una fuente de recompensas más gratificantes que alguien que ya conocemos y que damos por sentando que nos seguirá recompensando. Ejemplificándolo de un modo más romántico, no tiene el mismo impacto un «te quiero» de alguien que no acostumbra a decirlo o nunca nos lo ha dicho, que de alguien que nos lo dice varias veces a lo largo del día. Ese «te quiero», por su exceso de uso, se desgasta. Eso es lo que ocurre con estas recompensas.
No obstante, que una persona haya perdido su capacidad para recompensarnos no implica que no tenga poder sobre nosotros. A mayor intensidad y longevidad del vínculo, más dolor sentiremos si este desaparece; por lo que, cuanto más acostumbrados estemos a esas recompensas, más sufriremos su falta. El ser humano es un animal de costumbres, siendo esta rutina en muchos casos su zona de confort. Al privarlo de esto, el individuo sufre.
Si se produce esta privación, el individuo herido tiende a reaccionar afablemente en pro de recuperar la estabilidad perdida. Muchas veces, frente al daño, deja atrás toda conducta agresiva y actúa incluso sumisamente.
Esta rutina, a priori tan problemática, se da con menos probabilidad cuanto más sincera sea la relación. Esto, que parece una obviedad, no lo es tanto para muchas personas. No es raro que en casos en los cuales las personas tienen dependencia de las recompensas del otro maquillen la realidad para evitar posibles conflictos. Cuando uno no manifiesta lo que piensa o siente, por temor a la reacción del otro, cae en este error. Esta falsa estabilidad es inherentemente frágil, pues si esos sentimientos que se guardan afloran súbitamente, tendrán un efecto devastador. Estas circunstancias, no se darían en una relación verdaderamente sincera, acostumbrada a lidiar con ello.
«El roce hace el cariño»
El último factor que comentaremos es el simple hecho de que nos quieran. Esto pueden ensombrecer la mayoría de todos los criterios que hemos comentado, y es que hay pocas recompensas mayores que el ser querido o, matiz importante, que nos den esa sensación.
Paul Secord y Carl Backman demostraron en 1964 la correlación existente entre el poder de recompensa del afecto de un tercero con la autoestima del que lo recibe. Cuanto mayor es la autoestima del individuo, menor será la demanda y gratificación de este afecto.
Sin poder generalizar, es por esto que en muchas ocasiones las personas que menos se gustan a sí mismas (y por ende menor autoestima tienen) se preocupan más por gustar a los demás, para aumentar las posibilidades de llegar a ser queridos. Del mismo modo, una persona segura de sí misma, que no requiera de esta atención, será más selectiva a la hora de establecer relaciones personales. Esto deriva en una conducta previsiblemente tóxica, donde necesitamos de la aprobación de los demás para obtener recompensas, es decir, para ser felices.
La psicología social sienta las bases de la interacción y las relaciones humanas. Sin embargo, no debe olvidarse que no es una ciencia exacta y cada persona es un mundo. En buena medida, esa imprevisibilidad, pese a todo lo que sabemos hoy día respecto a ello, le da parte de su encanto. Entablar vínculos sanos y reconfortantes es parte de nuestra vida, de nuestra esencia como humanos, como seres sociales. Pero, para querer bien a alguien, primero uno debe aprender a quererse a sí mismo. Ya lo decía Oscar Wilde: «amarse a uno mismo es el principio de una historia de amor eterno».
Fuente: https://lasoga.org/