Cazando la berrea…
Llegó de copiloto en todo terreno acompañado del celador, caminó un centenar de pasos erguido como una vela, instaló el rifle sobre el fino trípode que portaba, apuntó a un ciervo encendido de amor que bramaba al viento y ramoneaba ajeno a todo peligro, y, sin sudor alguno ni mota de polvo que deslustrara su impecable atuendo de marca, cosechó de esta guisa un nuevo éxito como cazador, que a saber cómo pregonará donde exponga el trofeo.
Con este derroche de ventajas cumplió el venador una misión salvaje que, en buena lid, debiera exigir caminata, atisbo, agudeza, persecución y algún que otro rasguño para, al fin, alzarse con una res que ventea a distancia y desaparece entre el follaje al menor movimiento sospechoso.
La otra soba que forja y dobla a todo cazador digno de tal nombre, consecuencia de sangrar, descuartizar y cargar con el animal abatido, también lo resolvió el susodicho cediendo al celador la tarea de descabezar el venado y de trasladar el llamado trofeo hasta el vehículo, y dejando el resto del gastronómico cuerpo tirado en la costanera para banquete de carroñeros y fauna necrófaga.
Al hombre del rifle lo empujaba la adrenalina de atinar en el codillo al ungulado avistado por el celador tiempo atrás, y derribarlo para siempre. Hubo un tiempo, reconocido por la propia guardería, «que si untabas» conseguías uno de los ases del berreadero. De lo contrario pasabas las estancias en blanco con el demérito de presentarte ante los tuyos de vacío o con un jijas.
Sucedió en esta ocasión que solo unos minutos antes de perforarlo con dos balas, el armonioso ciervo era observado en silencio y con todos los sentidos en vilo por una niña y sus padres, que habían acudido a disfrutar de la berrea y del comportamiento de uno de los seres considerados «nobles» del bosque. Luchaba con todo su temperamento por imponerse y gobernar el reino de hembras, y por perpetuar la especie.
También un amante de la caza fotográfica inmortalizaba ese crepúsculo, y desde la misma tribuna, el espectáculo salvaje. Lo hacía con mutismo para no alterar la confrontación entablada por los excitados señores entre la vegetación y sus claros. Lucían los protagonistas el 24 de septiembre las cornamentas más poderosas posibles, y se cocían los retos y gran batalla sobre el terreno.
En el resguardo de la cumbre coincidieron ese atardecer los amantes de la fauna, el aficionado a la caza fotográfica y, en último lugar, el cazador de trofeos. Una diversidad de intereses estaban allí reunidos.
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