¿Le molesta que le adelanten los corredores de montaña?
Correr en la montaña no es novedad, pero ahora se ha convertido en una tendencia que convierte senderos, antaño agradables, en concurridas pistas de competición a toda velocidad.
¿La montaña no es de todos: de los lentos y los rápidos?
Pero sin empujar. Y pensando en por qué hacemos cuanto hacemos. A menudo, esas velocidades sólo son narcisismo: “Fíjate en qué pocos minutos he llegado”. Y lo cuelgan en redes y hay hasta quien lo retransmite.
¿Qué tiene de malo?
Nada. Los fisioterapeutas están encantados de lo que van a ganar con todas esas rodillas, tobillos y caderas machacadas.
¿Entonces no le impresionan las hazañas de Kilian Jornet?
¡Cómo no me van a impresionar! Tal vez sea el atleta más formidable de este siglo: una leyenda. Pero también citaré a Reinhold Meisner, uno de los alpinistas más grandes de todos los tiempos, cuando dice que Jornet no tiene cabida en sus libros, porque es un atleta; no un montañero.
¿No es la suya una queja viejuna? ¿No va usted lento, porque no puede correr?
Sólo reivindico el derecho, sobre todo de los que empiezan, a ver la montaña no como un escaparate de forma física sino como una burbuja de salud, también mental, y bienestar, donde relajarse sudando, poco a poco.
¿Despacio se llega más deprisa?
Y, sin duda, también más profundo en tu interior. Cada vez que voy a la montaña y empiezo a sufrir y a gozar subiendo, recuerdo a los guías del Kilimanjaro repitiéndonos: ¡ Pole, pole! (poco a poco) .
Sabios.
El monte, que es como lo llamamos los vascos, se disfruta más sin prisas. Igual que se goza más de un buen bocata y hasta de la bota de vino que de las barritas energéticas y bebidas de colores llenas de cafeína.
Cada uno disfruta a su manera.
Y yo respeto a los veloces: han revitalizado pueblos perdidos y llenan bares y hoteles. Y las marcas deportivas han ganado millones con ellos: hay zapatillas para subir a la carrera, de precios altísimos, que tienen una suela del grosor de una fina loncha de jamón.
¿Cuál es su estilo entonces?
Para empezar, en mis grupos todos nos quitamos el reloj. Ya es un manifiesto y revolucionario ante los del crono y el altius, citius, fortius. Defiendo que a la montaña se puede ir precisamente a vagabundear: a perder el tiempo, que es el modo de ganarlo.
Quien no sabe donde va, no se pierde.
Es que para llegar ya cojo el avión. A mí me interesan esas cumbres segundonas y desiertas, que no llegan a los 3.000, que no le suenan a nadie.
¿Por qué le gustan tanto?
No son ni el Aneto ni el Perdido. No son conocidas, porque no tienen la altura mítica de los cuatro mil en los Alpes o los ochomil del Himalaya… ¿Y qué? Hay dos miles en el Pirineo de belleza sobrecogedora en los que gozas al sumergirte. Son terapéuticos. Y si me pregunta por mi monte favorito…
¿Cuál es su monte favorito?
Ni el Aconcagua ni el Cervino, que me impresionaron, sino el Irubelakaskoa. No llega ni a mil metros de altura, pero sus 900 de desnivel son una síntesis de la vida. Al evocar las montañas que recorremos, nadie se acuerda de alturas ni cronómetros, sino de imágenes, momentos, experiencias, sensaciones. Y las vas a encontrar igual en Collserola que en el K-2.
¿En qué sentido?
Además de los picos, la montaña son valles, algunos colgados, escondidos como pequeños Shangri-Las a los que apenas llegan los sarrios. Vamos allí de excursión –reivindico esa palabra hoy postergada– parándonos en cada recodo del camino que lo merece; oliendo el musgo, metiendo los pies sudados en un riachuelo helado o acariciando la textura rugosa de un roble.
¿Es usted un abrazaárboles?
Sobre todo árboles centenarios. Recargan las pilas de quien se detenga a sentirlos. Los japoneses hablan de shinin yoku o baño de bosque, porque disminuye la tensión arterial y la hormona del estrés y estimula los linfocitos que nos protegen de tumores.
¿Y andar no le parece suficiente?
Caminar es todo lo que se necesita para inspirarse. Cuesta arriba se piensa mejor. El físico Peter Higgs, conocido por el bosón al que da nombre, concibió su teoría de la partícula de Dios cuando iba de excursión por los montes Cairngorms, en Escocia.
Seguro que no iba corriendo.
Si hubiera ido corriendo, en vez de poner en contacto los dos hemisferios cerebrales, que es lo que activa la creatividad, hubiera sufrido el efecto túnel, que no te deja pensar más que en el esfuerzo cuando corres.
Pues ellos se lo pierden.
La montaña más cercana puede ser para usted el parque del Liceo en Atenas, donde paseaban los peripatéticos con Aristóteles fundando la filosofía occidental. Ese parque mental está al alcance de cualquiera que suba una montañara vivirla.
Fuente: https://www.lavanguardia.com