La cuestión que planteo en este blog es algo que siempre ha despertado mi curiosidad y he de decir que se antoja harto difícil encontrar una argumentación coherente al respecto. Mi curiosidad no se debe a que yo consuma cannabis – no soy consumidor habitual de ningún tipo de droga – sino a que siempre me ha llamado la atención el hecho de que una planta esté prohibida. ¿Cómo puede prohibirse plantar una planta? Tal prohibición, por lógica, atentaría contra el derecho natural, ulterior a cualquier otro ordenamiento, salvo si se argumentase que su cultivo implique la introducción de una especie foránea y un daño ecológico. Claro que entonces los pequeños cultivos o de índole personal quedarían fuera de este argumento.
Un paseo por la historia arroja fechas concretas en las que se tomaron medidas prohibicionistas pero no luz, ya que todas ellas vinieron acompañadas de una serie de argumentos incoherentes e interesados que nada tenían que ver con la planta en sí.
Desde los primeros indicios arqueológicos referidos al cultivo del cannabis, que datan del 8000 a.C., hasta principios del siglo XX, la planta tiene un recorrido lógico, su cultivo es como uno más y resulta que el cáñamo tiene infinidad de usos tanto industriales como medicinales. Es llamativo que sea un sustitutivo de la madera para elaborar papel con el consecuente beneficio ecológico que supondría. Igualmente, es sustitutivo del algodón para elaborar tejidos que resultan más resistentes -los famosos pantalones vaqueros de Levi Strauss originalmente eran de cáñamo- resulta que la planta no tiene ninguna plaga conocida como las tiene el algodón y no necesita condiciones climáticas tan estrictas para crecer.
Satanización
La primera ley prohibicionista aparece en USA en 1910. Por entonces el uso del cannabis fumado era habitual en locales de jazz en Nueva Orleáns y era habitual en México. Aquel año, mormones que habían visitado México regresaron a Salt Lake City, Utah, con la planta. La iglesia católica no tardó en encontrar al maligno en ella y presionar para que se promulgasen leyes prohibicionistas.
Por otro lado, aquel mismo año, el magnate Randolph Hearst perdió 800.000 acres de terreno en México, arrebatados por Pancho Villa. Hearst debía gran parte de su fortuna a la producción de papel a través de la industria maderera y le interesaba eliminar cualquier competencia con el papel de cáñamo mexicano, así que inició una cruzada mediática a través de sus periódicos en la que satanizaba el consumo del cannabis y lo presentaba ante la opinión pública como una droga socialmente devastadora. Hearst en sus artículos desarrollaba teorías racistas en las que explicaba como “los negros y mexicanos” se convertían en bestias asesinas bajo los efectos de la marihuana.
La ley prohibicionista hizo mella en los mandatarios más conservadores y no tardó en saltar a otros estados. No es de extrañar considerando que el conservadurismo de la época desembocó en la famosa ley seca contra el alcohol desde 1919 hasta 1933 en todo el país.
A Hearst se le unió Harry J. Anslinger en 1930, al frente de la oficina federal de narcóticos, que exponía un compendio de teorías racistas sumadas a los artículos de Hearst. A ambos se les unió la industria petroquímica, que acababa de patentar el Nylon y quería cortar la competencia proveniente de los tejidos de cáñamo. Incluso veían con recelo las investigaciones de Henry Ford, que buscaba un combustible derivado del cáñamo. A la misma causa se sumó la industria farmacéutica que por entonces había identificado usos medicinales concretos del cannabis y quería evitar que el público pudiera cultivar su propia medicina.
Así, la cuestión del cannabis concluyó en USA en 1937 con el Marihuana Tax Act donde se promulgaba su prohibición total y con la opinión pública convencida de que se trataba de una peligrosa “droga dura” a pesar de no haber evidencia científica de que fuera más dura que el alcohol o el tabaco. Curiosamente, la declaración de independencia de este país fue redactada en 1776 sobre papel de cáñamo.
El proceso de satanización del cannabis se extendió desde USA al resto de países occidentales. En 1923, la entonces racista Sudáfrica alegaba en la Liga de las Naciones que sus “mineros negros” eran menos productivos después de tomar el “dagga” y pedía que se impusiesen controles internacionales para evitar su uso. En 1928 el cannabis se ilegaliza en Inglaterra, país que encabezaba la Common Wealth y que englobaba UK, Sudáfrica, Canadá y Australia.
En 1961 se promulgó la primera normativa internacional, con USA al frente, la Convención sobre Drogas Narcóticas, que limitaba el uso del cannabis y sus derivados para empleo médico.
Siguiendo esta directriz, en la república bananera, la Ley General del Medicamento, publicada en el Boletín Oficial del Estado del 11 de abril de 1961, prohíbe la producción, fabricación, tráfico, posesión o uso de cannabis, con la excepción de las cantidades necesarias para la investigación médica y científica. Dicha ley se amplió el 4 de noviembre de 1981 y se remató con la ley Corcuera de 1992, en la que se prohíbe y castiga con sanción administrativa el consumo de sustancias ilegales en lugares públicos, incluyendo el cannabis, por ser “peligroso para la salud pública”.
Como vemos, se considera delito el tráfico, es decir la compra/venta a terceros y el consumo en público pero no el uso personal. Por este motivo se han disparado los auto-cultivos entre los consumidores, es decir, el cultivo en sus propias casas. Sin embargo, en las leyes no se especifica la cantidad que se considera como acto de posesión y cultivo para uso personal, o tráfico, por lo que queda a la subjetiva decisión del juez instructor del caso. Basta con leer algunos titulares de un periódico para imaginar por donde van los tiros; “Condenado a un año de prisión por cultivar 34 plantas de marihuana” en Jaen, “Detienen a una pareja que tenía una plantación de marihuana en su casa” en Madrid, 33 macetas, “La Guardia Civil descubre un jardín con 49 plantas de marihuana” y detienen a una señora de 63 años.
Y efectivamente, esto es como preocuparse de que “la abuela fume” y soltarle todo el estado represor encima. Estamos ante un caso de ley desordenada, emanada de unos principios sin base completamente interesados, que traspasa el límite de lo que tiene que ser “educación e información” y de lo que tiene que ser ley.
La ciencia actual considera al THC, sustancia activa del cannabis, una sustancia no adictiva y poco tóxica ya que apenas existen casos de muerte por su consumo. Existen estudios que indican que el cannabis puede agravar o provocar esquizofrenia si se padecía o se tenía propensión a ella, como toda sustancia tiene sus contraindicaciones. Además hay individuos que cuando consumen se quedan atontados o “colocados”. Vale, de acuerdo, exactamente igual que cuando un individuo consume alcohol, volvemos al terreno de la “educación”.
Cuando la ley mete las narices donde no debe, genera una serie de situaciones anormales; genera tráfico ilegal, el estado pierde los impuestos que podría estar ingresando, genera delincuencia de bajo nivel, tener que dedicar recursos policiales a preocuparse por que la “abuela no fume” en vez de dedicarse a paliar la inseguridad ciudadana, que la gente convierta pisos en invernaderos, que las cárceles se llenen de gente por “execrables delitos” como plantar en su casa o vender las hojas de una planta y se pierden todos los beneficios ecológicos/económicos del uso industrial del cáñamo.
La hipocresía queda aun más latente si tenemos en cuenta que existen otras muchas plantas con efectos psicotrópicos que son perfectamente legales y que crecen en estado salvaje en cualquier paraje local, por ejemplo la belladonna, especie común en toda Europa, al igual que la adormidera, que en contra de lo que se piensa no es de origen asiático. Otras se venden en tiendas, véase setas de todo tipo o la salvia divinorum. A estas podríamos sumar las miles de sustancias legales que se venden en una farmacia con las que uno se podría colocar si quisiera, empezando por el famoso valium, tan adictivo o más que cualquier droga dura.
Fuente: www.joseperdicion.com