Los grandes amigos se hacen antes de cumplir los treinta años. El secreto está en aburrirse. Eso dicen los estudiosos del tema, porque de todo hay estudiosos: la amistad necesita que los sujetos estén ahí sin nada que hacer.
Después de los treinta te entran prisas y eliges amigos para «hacer cosas». Os veis con motivos, que es una cosa horrible. Una vieja amiga lo lleva al extremo y tiene a sus conocidos etiquetados por funcionalidades: tiene amigos para salir, amigos para el gimnasio, amigos para cuando tiene novio y para cuando está soltera, para cuando quiere ir al teatro, para pedirles consejo, reírles las gracias o hablarles por WhatsApp.
Si eres padre la cosa es aún peor: con tus nuevos amigos solo tienes en común el tamaño de vuestros hijos.
No era así con tus primeras amistades. Para empezar, compartíais tamaño vosotros mismos. Y desde luego no quedabais para «hacer cosas», sino al revés: primero quedabais y luego decidíais qué hacer. Con mis amigos hubo noches que hasta salimos.
La amistad se abona con aburrimiento. Se nutre de estar con la tele puesta. Viendo nada. De domingos en el parque, en un banco maltrecho, o en la casa donde nunca había padres. Horas mascando pipas. Sentado en un bordillo con un amigo nos invadieron los alienígenas y él ni se inmutó —yo reconozco que me extrañé–. ¿Qué hacemos? No sé. Las amistades se tejen en tardes que se expanden, cuando no sabes que luego la vida se te escurrirá entre los dedos.
Otra cosa asombrosa de tus viejos amigos es que no se te parecen. Ahora con tus amistades compartes intereses y hasta temperamento. Con tus amigos del instituto solo compartías espacio-tiempo: estaban ahí en tu clase.
Además, van cambiando. Es divertido mirar a tus amigos en sus mundos nuevos porque parecen otras personas. Un amigo inseguro es ahora el rey de ciertas fiestas. A ti, que lo conociste tímido, te parece impostado. Pero ¿cuál de los dos es más real?
Os conocisteis a medio hacer. Mis amigos no siempre son los maridos, padres y contribuyentes que yo hubiese dicho.
Por supuesto, tú has cambiado tanto como ellos en estos años. Por eso los amigos de la infancia actúan como cápsulas del tiempo, que es otra de sus grandes virtudes. ¿Os acordáis de esos contenedores de acero donde los niños de 1965 enterraron discos, fotografías, anuarios, cartas de amor y mensajes al futuro? Reunirte con tus amigos es abrir esa cápsula. Es un viaje a los noventa, como no tener móvil, llamar a una chica y tener que hablar con su padre para que se ponga.
Tus amigos te conectan con tu infancia. En cierto modo te dan continuidad. Con ellos dejas de ser quien eres ahora y te conviertes en una versión fluida de ti mismo, un poco niño, un poco adolescente. Tienen también algo de multiverso: verlos te asoma a otras vidas que desechaste o te fueron negadas. Puedes pensar en la versión de ti que no salió del pueblo, la que se casó joven o la que decidió vivir en Australia. En un mundo que debilita las familias y donde pocas parejas duran para siempre, las amistades permanecen.
¿Qué te une a tus amigos? Os une la nostalgia (todas esas historias vuestras que os encantan) y os unen ciertas risas (de un tipo especial que, como un fractal, parecen contener todas las veces que os habéis reído juntos). Os une el orgullo de hacer tuyos sus éxitos; y conoceros muy bien sin pretenderlo. Pero sobre todo os une un compromiso. Os hicisteis amigos de niños y sin motivo. Estabas ahí en su clase, en su calle o en su bloque. Es un compromiso absurdo. Quizás lo explica todo. Yo soy un pésimo amigo, especialmente de mis viejos amigos, pero a ellos no parece importarles.
Fuente: www.jotdown.es