Cuando somos pequeños, cada cumpleaños parece estar a un siglo de distancia. Sin embargo, a medida que crecemos y envejecemos el tiempo parece acelerarse y cada año “transcurre” más deprisa que el anterior, es decir, cambia nuestra percepción del tiempo.
Experimentos han demostrado que, en efecto, nuestra forma de percibir el tiempo se altera con la edad pero no han servido para hallar la explicación. Esta percepción subjetiva está influenciada por muchos factores, tanto circunstanciales como fisiológicos; a continuación, los comentamos.¿Cómo percibimos el tiempo?
Para percibir la luz o el color disponemos de ojos y para los sonidos de oídos, sin embargo, para percibir el tiempo, no disponemos de ningún órgano especializado. Aun así, tenemos un sentido del paso del tiempo que nos permite distinguir lo que pasó hace años o días de lo que acaba de suceder. Precisamos más todavía, pues podemos distinguir minutos de segundos y éstos de milisegundos.
Para orientarnos en el tiempo, nuestro cerebro tiene relojes biológicos, como el núcleo supraquiasmático del hipotálamo o la glándula pineal, que controlan los ciclos de sueño y vigilia y la producción de hormonas y neurotransmisores. Hay también marcadores o circunstancias externas que nos ayudan a hacerlo, como los relojes artificiales, los cambios de la luz del día o incluso el ver crecer a los hijos.
La percepción del tiempo también está relacionada con los sentidos. Por ejemplo, evaluamos con más precisión lo que dura un sonido que lo que dura una imagen visual. Lo cual no es extraño, pues, por su naturaleza, el sistema auditivo es el sistema sensorial humano con más especialización y capacidad para percibir el tiempo. Sin embargo, sabemos que sin la vista no podríamos ver, por ejemplo, si es de día o de noche.
También es esencial nuestra capacidad para formar recuerdos, es decir, la memoria. Una de las cosas que pierden los enfermos amnésicos es precisamente la capacidad para percibir el tiempo, tanto de periodos cortos como largos del mismo.
Como hemos visto, en el cerebro humano no existe un único reloj biológico que marque el tiempo objetivamente, sino que intervienen diferentes órganos y estructuras cerebrales. Puede que, precisamente por eso, sea tan difícil explicar como medimos el tiempo subjetivamente.
Circunstancias, emociones y percepción del tiempo
El tiempo vuela cuando estamos alegres, motivados u ocupados. Contrariamente, cuando estamos enfermos o tristes, nos duele algo, estamos cansados o incómodos, nos aburrimos, esperamos a alguien con impaciencia o estamos en peligro, el tiempo parece haberse detenido.
También se hace eterno cuando le prestamos atención, es decir, cuando estamos pendientes de él.
Influyen, además, los niveles de dopamina, un neurotransmisor (permite la comunicación entre neuronas) involucrado en el procesamiento de las emociones. Cuando experimentamos una emoción se libera dopamina, nuestro cerebro procesa la información más rápidamente y tenemos la impresión de que el tiempo pasa más despacio. Esto podría ayudar a explicar por qué situaciones desagradables e intensas que han ocurrido en 10 segundos parecen haber durado 10 minutos.
En cambio, con la edad, los niveles de dopamina (y de todos los neurotrasmisores) decrecen, el sistema nervioso se hace más lento y la percepción subjetiva del tiempo se acelera.
El gasto energético del cerebro
Según David Eagleman, neurocientífico que estudia fenómenos relacionados con la percepción del tiempo en el Baylor College of Medicine, el tiempo psicológico discurre en un reloj interno guiado por nuestras experiencias. Dicho de otro modo, la duración y el ritmo son fabricados por la memoria.
El científico explica que nuestra percepción del tiempo varia en función de la energía gastada por el cerebro cuando procesamos información:
“Cuando la experiencia es nueva, nuestro cerebro gasta más energía y produce la sensación de que transcurre más tiempo“
Según su teoría, nuestras “primeras veces” suponen para nuestro cerebro un mayor gasto energético porque les prestamos más atención y registramos más detalles que cuando la experiencia es repetida. Esta energía la invertimos en hacernos una representación mental de lo que está sucediendo y en guardarlo en nuestra memoria. Este “esfuerzo” mental nos produce la sensación de que el tiempo transcurrido es mayor. Cuando la experiencia es repetida no precisamos procesar tantos datos nuevos en nuestro cerebro porque ya los conocemos y, inconscientemente, le prestamos menos atención.
La mayoría de las experiencias nuevas se acumulan durante la niñez, adolescencia y primera juventud. Durante nuestros años de juventud tenemos alguna experiencia totalmente nueva cada hora del día, subjetiva u objetiva. Si cuando somos niños el tiempo transcurre más lentamente, es en parte porque estamos permanentemente en el presente, experimentando cosas nuevas y prestando atención con intensidad a nuestro entorno.
Pero cada año que pasa esa experiencia se convierte en una rutina automática de la que apenas somos conscientes. Los días y las semanas se diluyen en nuestro recuerdo hasta convertirse en lapsos de tiempo carentes de contenido.
Por otra parte, la memoria está marcada por ciertos eventos que nos resultan significativos y nos ayudan a medir el tiempo vivido: el primer día de escuela, una boda, la primera borrachera, el día en que nació un hijo son registrados en nuestra memoria más detalladamente que el recuerdo de lo que comimos el lunes pasado. Porque todos los recuerdos similares se funden en uno solo y ocupan, en nuestra memoria, un lapso muy breve de tiempo.
Así pues dado que la mayoría de estos eventos importantes, sobre todo las “primeras veces”, suelen suceder en edades relativamente tempranas, no es de extrañar que nuestra memoria haya registrado la infancia como una época lenta y larga.
Cambiar de rutina y buscar nuevas experiencias nos permitirá crear nuevos recuerdos, experiencias frescas y mantener nuestro cerebro y nuestra mente jóvenes.
Fuente: https://www.nosabesnada.com