Democracia dirigida…

democraciaDirigidaLa legitimidad de una democracia recae sobre la capacidad de las personas para pensar por sí mismas y elaborar criterios razonados a partir de la información que manejan, la cual se pretende que sea una exposición fiel de los hechos; de lo contrario, las decisiones avaladas por el pueblo han de ser erróneas por necesidad.

Con lo que había aprendido en materia de propaganda y desinformación, Lippmann, demócrata convencido, concluyó que el gobierno del pueblo era una imposibilidad: ni el ser humano, social y emocional por naturaleza, alcanza a elaborar criterios propios racionales, ni la información que maneja puede ser nunca fiel a los hechos.

La única salvación del sistema pasaba por que los “buenos” supieran manipular a las masas antes y mejor que los “malos”.

En cualquier caso, la manipulación era inevitable y la capacidad del “pueblo” para tomar decisiones de forma directa, completamente nula. Tal fue la advertencia de Edward Bernays a los gobiernos a los que aconsejó en materia de doma social. En su libro Propaganda, publicado en 1928, leemos:

“Ningún sociólogo que se precie puede pensar todavía que la voz del pueblo expresa ideas divinas o particularmente sabias y sublimes. La voz del pueblo da expresión a la mente del pueblo, que a su vez está domeñada por los líderes de grupo en los que cree y por aquellas personas que saben manipular a la opinión pública. Se compone de prejuicios heredados y símbolos, lugares comunes y latiguillos que los líderes de opinión suministran a la gente.

Por fortuna, el político de talento y sincero es capaz de moldear y formar la opinión de la gente sirviéndose de la propaganda como instrumento”.

Bernays supo entender que el éxito de la domesticación humana debía residir en que ésta fuera deseada, no impuesta. Saber dirigir los instintos básicos de las personas, aquellos más difíciles de ser controlados por uno mismo, era la clave.

Fue así que, en la feliz década de 1920, se asentaron las bases para conceptos como mercadotecnia –o marketing—, relaciones públicas y opinión pública, todos derivados para referirse a otra idea ya existente pero que estaba marcada por el tabú belicista: la propaganda.

La nueva forma de control y apaciguamiento iba a consistir en fomentar el deseo de una forma de vida que hasta entonces había sido tachada de frívola, pero que a partir de ese momento se iba a convertir en la nueva vida normal: el consumo de productos sin necesidad de ellos.

Más recientemente, el francés y publicista arrepentido Frédérich Beigbeder decidió escupirle al mundo las verdades de su profesión en su libro 13,99 euros:

“… nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume. Vuestro sufrimiento estimula el comercio. En nuestra jerga, lo hemos bautizado «la depresión poscompra». Necesitáis urgentemente un producto pero, inmediatamente después de haberlo adquirido, necesitáis otro. El hedonismo no es una forma de humanismo: es un simple flujo de caja. ¿Su lema? «Gasto, luego existo.» Para crear necesidades, sin embargo, resulta imprescindible fomentar la envidia, el dolor, la insaciabilidad: éstas son nuestras armas. Y vosotros sois mi blanco”.

Ochenta años antes de que Beigbeder escribiera estas cosas, cuando todavía la economía se movía por necesidades y no por seducciones, Lippmann y Bernays coincidían en una ley general sobre cómo habría de funcionar la nueva sociedad dirigida por lo que luego se llamaría marketing: quien tiene el dinero se cree libre, pero la única y verdadera libertad es la de quien decide qué hará esa persona con su dinero. La de quien le aconseja, le sugiere y le enseña cómo y dónde gastar.

Por supuesto, estos defectos de forma no fueron descubrimientos del siglo XX; ya los conocía Platón cuando advertía en La República de que, con hacerle creer al pueblo que su impulsividad era sinónimo de virtud, la democracia quedaba desposeída de todo valor, pues ya no habría lugar para el perfeccionamiento del ser humano, sino que la vida social consistiría únicamente en premiar la parte animal del individuo para que así unos pocos, los sofistas no encontraran obstáculos a su ambición:

“Que cada uno de los particulares asalariados a los que esos llaman sofistas […] no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y esto es a lo que llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo y cuándo está más fiero o más manso, y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y, una vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga familiaridad, considerase esto como una ciencia, y, habiendo compuesto una especie de sistema, se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay realmente en esas tendencias y apetitoso de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto, y emplease todos estos términos con arreglo al criterio de la gran bestia, llamando bueno a aquello con que ella goza, y malo lo que a ella molesta”.

Fuente: www.thecult.es

Author: Raiden

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