La acusación como prueba…

La presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo no son lo mismo, aunque se originen en un mismo principio. Presumimos que la simple acusación no es prueba y, además, si tras la práctica de las pruebas dudamos entre dar por probado el delito o no, consideramos que la única solución admisible es la no culpabilidad.

Cuando la única prueba del delito es la declaración de la víctima nos encontramos muy cerca de la expresión misma de la presunción de inocencia. Voy a repetirlo: que alguien nos acuse de haber hecho algo no debería, por sí solo, admitirse como prueba de ese hecho.

Sin embargo, la práctica judicial encontró un asidero al que agarramos para evitar la impunidad en aquellos casos de delitos cometidos en circunstancias en las que es especialmente difícil que existan pruebas objetivas. Antes de entrar en esto, recuerden que la presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo tienen efectos colaterales: algunos o muchos hijos de puta van a librarse de ser castigados. Pese a esto, tras siglos de discusiones y, sobre todo, tras las devastadoras consecuencias de la arbitrariedad de los poderes estatales con esos ejemplos históricos de persecución por razones políticas, sociales, raciales, sexuales, con el uso instrumental de los tribunales de justicia e incluso las fuerzas del orden —piensen en la tortura, por ejemplo, o en cualquier otro castigo degradante—, las sociedades fueron desembocando en un acuerdo doloroso: hay que extremar las precauciones, aunque esto suponga la impunidad en ocasiones. Porque lo contrario es peor.

Vuelvo al asidero. Los tribunales nos dijeron que el simple testimonio valdría como prueba de cargo, pese a parecerse tanto a una derogación de la presunción de inocencia, cuando ese testimonio reuniese unas condiciones extremadamente potentes. Llámenme pesado, pero vuelvo a esto: la debilidad de la declaración de la víctima como única prueba de cargo se compensa por la fortaleza intrínseca que ha de reunir ese testimonio.

Así, se exigía que la declaración careciera de «incredibilidad subjetiva». Lo traduzco: que por cómo es la víctima y por sus relaciones con el acusado podamos pensar que no hay razones para que mienta. Imaginemos que alguien es un mentiroso patológico, está como un cencerro o que odia al acusado o tiene algo que ganar acusando en falso, como casos típicos.

Se exigía, además, verosimilitud. Esto es fácil: que el hecho pueda haber sucedido como se describe. Que no sea absurdo, ilógico o poco creíble. A menudo se adorna con la exigencia de alguna corroboración periférica de esa posibilidad, pero esto no es absolutamente imprescindible.

Finalmente, considerando que la única prueba es precisamente el testimonio, se pide que sea persistente. Que se mantenga esencialmente, que la víctima no se contradiga, y que no haya «agujeros» por los que se cuele algún tipo de ambigüedad o manifestación dubitativa sobre el núcleo de la conducta delictiva.

Cuando uno cualquiera de estos requisitos no concurre deja de haber prueba de cargo suficiente y hay que aplicar, al menos, el principio in dubio pro reo y absolver. No se trata de que los jueces crean o no a la víctima. Los jueces, en España, tienen que motivar su decisión. Tienen que explicar por qué condenan, y hacerlo sometiéndose a esos principios y límites. Puede que un juez, en su fuero interno, esté convencido de que alguien ha cometido un delito y que la víctima dice la verdad, pero si la única prueba que concurre es esa declaración de la víctima y esa prueba no pasa ese triple filtro, no debe condenar.

Fuente: https://tsevanrabtan.wordpress.com