Terremoto de Nepal en 1ª persona…
El terremoto del 25 de abril en Nepal dejó más de 8.000 muertos. Fue una de las peores catástrofes naturales de los últimos años. El español Pol Ferrús hacía una travesía a pie por las montañas del norte del país, cerca del Tíbet. Salvó varias veces la vida de milagro.
Pol Ferrús (Barcelona, 1986) no olvidará su último viaje a Nepal. El terremoto de 7,9 grados del 25 de abril le sorprendió en Sherpa Gaon, un pueblo de montaña en la cordillera del Himalaya. Estuvo una semana aislado. Horas antes de la catástrofe, se había separado de Sara, su pareja, que se quedó entre Rimche y Bamboo, dos de los enclaves más afectados. Durante una agónica semana, Pol dedicó más esfuerzos a buscarla que a salvar su vida. A continuación transcribo su historia en primera persona.
La huida de los monos
Yo iba con Gabriel, un francés que hacía su primer trekking. Era un chaval alto y fuerte pero bastante desubicado. Su calzado de montaña eran unas Nike agujereadas. Habíamos pasado por el pueblo de Kyanjin Gompa y nos acercábamos a otro llamado Sherpa Gaon. El camino, a 2.600 metros, estaba lleno de flores de rododendro, típicas de Nepal.
El paseo era tan agradable que, cuando vimos una casita de montaña en mitad del camino, con una mesita y un par de sillas fuera, decidimos tomar un té y admirar el Himalaya. La parada no estaba prevista; habíamos descansado un cuarto de hora antes. Si no nos hubiésemos detenido, probablemente habríamos muerto. La casualidad, el destino, el karma o vete a saber qué, nos llevaron a sentarnos en aquellas rudimentarias banquetas.
Me di cuenta de que algo iba mal cuando noté las reacciones de los animales. No sabría cómo describirlo. Los pájaros se dejaban caer en picado, los langures -monos típicos del Himalaya- aparecían por todos lados. Un langur nos había acompañado en calma hasta el mirador. Ahora huía enloquecido junto a cientos de animales remontando la montaña. Parecía irreal. Gabriel, mi compañero francés, arrimó bruscamente su banqueta hacia mí. Le miré con cara de pedirle que dejase de vacilarme. Su expresión de “yo no he hecho nada” y de pánico absoluto es lo último que recuerdo antes de la primera sacudida.
Empezaron a temblar las tazas y los taburetes en un preámbulo muy breve del gran crujido: un estruendo ensordecedor, una nube de polvo asfixiante y piedras del tamaño de edificios precipitándose por todos lados, como puertas deslizándose. Estábamos a dos mil metros de altitud y las veíamos caer desde los cuatro mil, ladera abajo, rodando como canicas. El suelo que pisábamos se doblaba como el barro; parecía blando, se formaban ondas. Todo vibraba y saltaba por los aires. Las casas de piedra maciza empezaron a derrumbarse como si fuesen de cartón.
Pensé que iba a morir, así que lo primero que hicimos Gabriel y yo fue refugiarnos en una explanada donde no caían piedras. Desde allí oíamos llorar a un bebé. Era el hijo de la familia que nos había servido el té. Mi idea era ayudarles. Pero es imposible moverse cuando tienes la tierra centrifugando bajo tu cuerpo. Aquello no paraba. En realidad, la sacudida no duró ni un minuto, pero para mí fueron horas.
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