El ‘pizzo’…

El pizzo’ el impuesto de los clanes a los comerciantes, es la base histórica de la economía mafiosa y un abuso asumido, hasta que por primera vez alguien se ha rebelado en Palermo.

La película que se conoce sobre la Mafia es de 1906, muda, 10 minutos, se encuentra por Internet. Se llama The Black Hand, la mano negra, y verla es como observar por el microscopio la célula primigenia de un virus muy antiguo. La acción transcurre en Nueva York, donde se movían las primeras bandas mafiosas de inmigrantes italianos, que empezaban por lo mínimo en la escala del parásito: vivir de los demás mediante la extorsión. La víctima es un carnicero, también italiano, a quien sus despiadados compatriotas piden dinero con la amenaza de secuestrar a su hija. Cumplen lo anunciado, el hombre no paga, avisa a la policía y al final –¡atención, spoiler!–  todo acaba bien, salvan a la niña y arrestan a los malos. Hoy, 111 años después, en Sicilia las cosas siguen funcionando más o menos igual. Para la Mafia el pizzo, el impuesto que exigen a los comerciantes por su protección, es aún la base de la economía doméstica de los clanes. Basada en una cínica paradoja: “Págueme, que yo le protejo de mí mismo, de lo contrario no le puedo garantizar que no le queme el garito”. De toda la vida todos pagan y callan, es una técnica que se asienta en la intimidación personal, puerta a puerta. Siempre fue así, hasta que los mafiosos toparon con Libero Grassi.

Libero Grassi era un fabricante de pijamas de Palermo. Se llamaba Libero, libre, porque sus padres eran antifascistas y en 1924 le bautizaron así, como desafío. Nunca hubo mejor nombre ni más inspirado para quien un 10 de enero de 1991, justo hace ahora 26 años, publicó la siguiente carta en el Giornale di Sicilia: “Quería advertir a nuestro ignoto extorsionador que se ahorre las llamadas de tono amenazador y los gastos para la compra de mechas, bombas y proyectiles, porque no estamos dispuestos a dar contribuciones y nos hemos puesto bajo la protección de la policía”. Le habían pedido el pizzo y había dicho que no, pero es que encima lo contó en el periódico. Pasaron tres cosas: de inmediato se hizo famoso, casi enseguida se quedó solo y le asesinaron ocho meses después, el 29 de agosto.

“¿Pero está usted loco? ¡En Gela, por ejemplo, el 90% de los comerciantes paga el pizzo!”, le preguntaba asombrado el presentador de un programa de televisión. Al ver aquellas imágenes hoy, que también se encuentran por Internet, es imposible no conmoverse ante la entereza de uno de esos héroes cívicos italianos que salvan un país entero. El mismo presidente de la patronal siciliana le abroncó porque “los trapos sucios se lavan en casa” e incluso un juez de Catania absolvió en esas fechas a unos empresarios acusados de ceder a la extorsión, porque consideró que no era delito pagar por la “protección” de un capo mafioso. Si todo el mundo hiciera como Grassi, argumentó, miles de empresas sicilianas tendrían que cerrar. Este era el panorama, y no hace tanto. “No estoy loco”, replicó el humilde fabricante de pijamas, “no me gusta pagar porque es una renuncia a mi dignidad”. A veces no hacen falta tantas explicaciones para que las cosas estén claras.

El asesinato de Libero Grassi volvió a colocar el terror en su sitio y la vida siguió como siempre. Trece años después, en 2004, su viuda se sorprendió al ver unas pegatinas por las paredes de Palermo: “Un pueblo que paga el pizzo es un pueblo sin dignidad”. Fue muy comentado en la ciudad, y cuando le llamaron los periodistas dijo que no tenía ni idea de quién había sido, pero que si eran jóvenes los adoptaría como nietos suyos y de su difunto marido. Al día siguiente se presentaron en su casa un grupo de chavales y así nació Addiopizzo, una asociación contra el impuesto mafioso. Desde entonces, si uno va a Palermo y ve una tienda que exhibe su logo en la puerta, sabe que allí plantan cara a los mafiosos. Ya son más de 1.000. Pero aun así seguía siendo un desafío individual, de gente que se juega el tipo por su cuenta. Hasta que el pasado mes de mayo pasó algo insólito en el bullicioso mercado de Ballarò, uno de los más antiguos de Palermo. Fue noticia nacional: 10 tenderos en bloque denunciaron a los mafiosos que los extorsionaban, que fueron detenidos. Nunca en más de un siglo de historia de la Mafia se había producido una denuncia colectiva contra los matones del pizzo, nunca un grupo de comerciantes sicilianos se había rebelado ante los capos… y, de hecho, sigue sin ocurrir. Porque quien se resistió al pizzo fue un puñado de bengalíes, los inmigrantes de Bangladés del mercadillo del barrio.

Los bengalíes, hartos de chulos con pistola que entraban en sus tiendas y metían la mano en la caja, dieron una lección a los vecinos, atemorizados desde hace generaciones por una costumbre heredada, por el estado natural de las cosas. Fueron detenidos 10 mafiosos de la familia Rubino, entre ellos los cuatro hermanos con este apellido, cabezas del clan. Todos eran jóvenes, de veintitantos años, siguiendo la tradición. Pero lo que animó a los bengalíes a dar el paso fue lo que hizo antes un solo hombre. Se llama Yusupha Susso, tenía 22 años y es de Gambia. Se enfrentó a los abusos de la banda y uno de los capos le pegó un tiro en la cabeza. Sobrevivió.

El pasado 29 de agosto, como cada año, Davide y Alice, los hijos de Libero Grassi, rindieron homenaje a su padre y le recordaron con una pintada en el muro de debajo de su casa, donde le mataron. Escriben siempre la misma frase en la pared porque se han negado a que las autoridades coloquen una lápida. Dice así:

“Aquí fue asesinado Libero Grassi. Empresario, hombre valiente, asesinado por la Mafia, por la omertá de la asociación de industriales, por la indiferencia de los partidos, por la ausencia del Estado”.

Los familiares de Libero Grassi no quieren palmaditas en la espalda de las instituciones, ni de los despachos de Palermo. Pero esta vez quisieron a su lado a los 10 tenderos bengalíes.

Fuente: https://elpais.com

Cazando la berrea…

Llegó de copiloto en todo terreno acompañado del celador, caminó un centenar de pasos erguido como una vela, instaló el rifle sobre el fino trípode que portaba, apuntó a un ciervo encendido de amor que bramaba al viento y ramoneaba ajeno a todo peligro, y, sin sudor alguno ni mota de polvo que deslustrara su impecable atuendo de marca, cosechó de esta guisa un nuevo éxito como cazador, que a saber cómo pregonará donde exponga el trofeo.

Con este derroche de ventajas cumplió el venador una misión salvaje que, en buena lid, debiera exigir caminata, atisbo, agudeza, persecución y algún que otro rasguño para, al fin, alzarse con una res que ventea a distancia y desaparece entre el follaje al menor movimiento sospechoso.

La otra soba que forja y dobla a todo cazador digno de tal nombre, consecuencia de sangrar, descuartizar y cargar con el animal abatido, también lo resolvió el susodicho cediendo al celador la tarea de descabezar el venado y de trasladar el llamado trofeo hasta el vehículo, y dejando el resto del gastronómico cuerpo tirado en la costanera para banquete de carroñeros y fauna necrófaga.

Al hombre del rifle lo empujaba la adrenalina de atinar en el codillo al ungulado avistado por el celador tiempo atrás, y derribarlo para siempre. Hubo un tiempo, reconocido por la propia guardería, «que si untabas» conseguías uno de los ases del berreadero. De lo contrario pasabas las estancias en blanco con el demérito de presentarte ante los tuyos de vacío o con un jijas.

Sucedió en esta ocasión que solo unos minutos antes de perforarlo con dos balas, el armonioso ciervo era observado en silencio y con todos los sentidos en vilo por una niña y sus padres, que habían acudido a disfrutar de la berrea y del comportamiento de uno de los seres considerados «nobles» del bosque. Luchaba con todo su temperamento por imponerse y gobernar el reino de hembras, y por perpetuar la especie.

También un amante de la caza fotográfica inmortalizaba ese crepúsculo, y desde la misma tribuna, el espectáculo salvaje. Lo hacía con mutismo para no alterar la confrontación entablada por los excitados señores entre la vegetación y sus claros. Lucían los protagonistas el 24 de septiembre las cornamentas más poderosas posibles, y se cocían los retos y gran batalla sobre el terreno.

En el resguardo de la cumbre coincidieron ese atardecer los amantes de la fauna, el aficionado a la caza fotográfica y, en último lugar, el cazador de trofeos. Una diversidad de intereses estaban allí reunidos.

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